martes, 18 de enero de 2011

Amsterdam.





Ciudad abierta, viva, de comerciantes. Una ciudad para pasear en bici, andar, descubrir. Recuerdo en mi primer viaje (hace bastantes años) que conservaba más su esencia. Enseñaba con orgullo en multitud de tiendas artículos de importación entonces casi en exclusiva: infusiones y te. Chocolate y especias. Ahora, con la globalización, y como ha ocurrido en toda Europa, encontramos las mismas tiendas, las mismas marcas (ropa, deporte...) en todos los lugares. Se ha perdido un poco de identidad propia local.
Aunque así, todos tenemos a nuestro alcance, allá donde vivamos, lo que se supone que es lo mejor, o lo que pretende serlo (ya sabes, el milagro de la publicidad al servicio del populismo primario). Es el desarrollo universal del comercio. Algo de lo que saben mucho los holandeses.
Creo que la razón de sus estrechas fachadas está en una antigua imposición de impuestos basada en los metros que estas tenían hacia las calles. Más estrecha, menos impuestos.
Empinadas, a veces imposibles escaleras (en España impensables, no pasarían una sola ITE), grandes ventanales (ellos sí que aprecian el valor del sol), una peligrosa e intencionada inclinación hacia el exterior (así se facilitaba la mudanza de objetos a través de una polea que pervive muchas veces en la parte más alta de las fachadas y de esta manera evitaban los arañazos y se descargaba directamente a los carros), señas de identidad de unas construcciones que se nos antojan pintorescas, pero que son el resultado de una conciencia práctica que lucha por su supervivencia.

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