Fuego.
Ver arder un tronco en una chimenea, la pequeña llama de una vela... su observación sosegada me inquieta a la vez que me atrae. Ese color naranja, rojo, amarillo... con sus numerosas oquedades trasparentes e impredecibles siempre ha atraído mi curiosidad. Los recuerdos de la chimenea en la casa de mis padres, que casi todas las noches se encendía, son imborrables. Y a mi me encantaba prenderla.
Cómo no me iba a gustar el espectáculo de una hoguera que devora un gran trabajo en cartón piedra. Mis sentimientos se situaban en aquellos instantes entre la pena y la admiración. Sabemos que no volveremos a admirar este trabajo. El año que viene será otro. De igual destino.
Sigo sin terminar de comprender este afán de destruir unas obras que en su corta vida a veces disfruto. Pero esto es así.
Reconozco que es un espectáculo. El público apiñado alrededor... las fachadas de las casas protegidas del calor, los bomberos refrescando el ambiente... El calor desprendido es inaguantable. Una simple farola, tan estrecha, me protege de las dentelladas de un calor abrasador que apenas se mitiga situándome detrás de ella. Pero es suficiente.
Qué rápida trascurre la acción. El fuego lo consume todo y lo que era una singular obra se convierte en un montoncito de ascuas y rescoldos...
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