En el Museo de Escultura de Valladolid podemos observar una interesante colección de piezas, la mayoría religiosas, fechadas entre la edad media y el barroco. No se trata de una aburrida sucesión de vírgenes y santos. Su acertada ubicación hace que te enfrentes cara a cara a las obras. Sin esconder nada a tu curiosidad. La proximidad te permite observar detalles que, de otra manera, se escaparían en un contexto habitual.
Una a una aparecen en un recorrido amplio y sosegado. Impresiona la gran estancia en la que un descomunal altar es presentado piso por piso, uno detrás de otro. Su vigorosa arquitectura es poblada de enormes figuras destinadas a cautivar, a veces a atemorizar. La acertada falta de contexto hace que puedas acercarte y mirar un trabajo de autor cargado de expresividad y dramatismo. Líneas faciales, profundas miradas, pliegues de ropajes, estudiados escorzos, movimientos casi imposibles... Toda la grandeza creativa de unas piezas que desvelan la destreza de un trabajo manual que alcanzó cotas difíciles de igualar.
Cuando observamos obras egipcias no tenemos en cuenta el trasfondo ideológico que los sacerdotes o faraones de uno y otro lado del Nilo cargaban en sus encargos. Vemos la obra en sí. Aquí, por momentos ocurre igual. Vemos un trabajo digno de ser admirado, más allá de su significado.
El origen de la colección proviene de la necesidad de conservar unas obras de arte tras la supresión de conventos en 1836. Ricardo de Orvieta reúne en 1933, durante la II República, una colección que ha ido creciendo gracias a donaciones, depósitos particulares y compras realizadas por el Ministerio de Cultura. Después de sucesivas localizaciones en diversos edificios, por fin encuentran un marco adecuado para su contemplación y estudio.